En un desierto país, los árboles eran bastante escasos y
resultaba difícil encontrar fruta. Se decía que Dios quiso
asegurarse de que hubiera suficiente para todos, y por eso
se había aparecido a un profeta y le había dicho: “Este es
mi mandamiento para todo el pueblo, tanto ahora como  
en futuras generaciones: nadie comerá más de una fruta al
día. Hazlo constar en el Libro Sagrado. Y quien quebrante
esta ley será considerado reo de pecado contra Dios y
contra la humanidad”.


La ley fue fielmente observada durante siglos, hasta que
los científicos descubrieron el modo de convertir el desierto
en un vergel. El país se hizo rico en cereales y ganado, y
los árboles se doblaban bajo el peso de la fruta, que no era
recogida, porque las autoridades civiles y religiosas del país
seguían manteniendo en vigor la antigua ley.


Y cualquiera que diera muestra de haber pecado contra
la humanidad por permitir que se pudriera fruta en el
suelo, era tildado de blasfemo y enemigo de la moralidad.
Se decía que tales personas, que ponían en tela de juicio la
sabiduría de la Sagrada Palabra de Dios, eran guiadas por
el orgulloso espíritu de la razón y carecían del espíritu de
fe y de sumisión, que era requisito imprescindible para
recibir la Verdad.


En los templos solían pronunciarse sermones en los que se
afirmaba que los que quebrantaban la ley acababan mal.       
Ni una sola vez se mencionaba a los que, en igual número,
acababan mal a pesar de haber observado fielmente la ley,
ni tampoco a los muchísimos que prosperaban a pesar de
haberla quebrantado.


Y no podía hacerse nada por cambiar la ley, porque el
profeta que había pretendido haberla recibido de Dios
había muerto hacía mucho tiempo. De haber vivido, tal vez
hubiera tenido el valor y el sentido común de cambiar la
ley a tenor de las circunstancias, porque habría tomado la
Palabra de Dios no como algo que hubiera que 
reverenciar, sino como algo que debía usarse para el
bienestar del pueblo.

La consecuencia de todo ello es que había personas que se
burlaban de la ley, de Dios y de la religión. Otras la
quebrantaban en secreto, y siempre con la sensación de
estar pecando. Pero la inmensa mayoría la observaba
fielmente, llegando incluso a considerarse santos por el
simple hecho de haber respetado una absurda y anticuada
costumbre de la que el miedo les impedía prescindir.